Comentario
En cualquier caso, lo cierto es que el concepto que domina la composición y el espíritu de la pintura se relaciona no sólo con el universo del refinado gótico internacional y del naturalismo flamenco -este último, apreciable especialmente en la definición formal de los donantes de la familia Cabrera, efigiados en las dos tablas laterales perdidas-, sino también con el mundo italiano. Ello se constata, en primer lugar, a través de la presencia de arquitecturas decoradas con una especie de grutescos y en la adopción de un esquema compositivo basado en la superposición de las figuras a estas estructuras tridimensionales. En otro plano, es el mismo carácter humanista de los protagonistas de la escena el que nos aproxima al ámbito transalpino. Lejos de la habitual iconografía de la leyenda del santo, caracterizada por la acentuación de los componentes fantásticos y épicos, Huguet nos ofrece aquí un retrato reposado e íntimo, incluso nostálgico, interesado por la vertiente humana del héroe.
Idéntica filiación ofrece el pequeño retablo de la Epifanía de Vic, en la que se conjugan una Crucifixión de inequívoca raíz flamenca con la Anunciación y la Epifanía de derivación italiana. Respecto a esta última, y profundizando en la genérica aproximación realizada por Berenson, es posible señalar la existencia de notables paralelos con la pintura sienesa, concretamente con la delicada y aristocrática composición de Sassetta en su tabla de la Adoración de los Magos (obra, a su vez, fuertemente influida por la no menos conocida Epifanía de Gentile da Fabriano). Debido a las reducidas dimensiones de la pieza, todas las escenas ofrecen una factura más propia de un miniaturista que de un pintor, aspecto inusual en el arte de Huguet, a excepción de algunas de las composiciones del retablo de san Abdón y san Senén -en el cual, además, observamos la utilización de unas gamas cromáticas semejantes a las del conjunto de Vic.
Estas tres obras, junto con el frontal de la Flagelación y la tabla del Santo Enterramiento conservados en el Louvre, no sólo tienen en común su adscripción a una heterogénea y particular síntesis pictórica compuesta por elementos de diferentes extracciones sino, sobre todo, el hecho de presentar un amplio desarrollo de los valores espaciales mediante la representación de paisajes en los fondos de las escenas. El naturalismo huguetiano va más allá de un cambio en la visión de la figura humana, al asumir también la necesidad de idear una recreación verosímil para su entorno, un aspecto desconocido hasta entonces en la pintura gótica catalana. Sin poseer una base teórica como sucede en Italia, Huguet es capaz de conseguir unos resultados extraordinariamente convincentes en este campo, gracias a su virtuosismo técnico y a la aplicación de unas fórmulas empíricas convencionales (Garriga).
Ahora bien, la actitud progresista e innovadora que, pese al mantenimiento de estrechos lazos con la tradición anterior, demuestra Huguet a través de este grupo de piezas atribuidas a su primera etapa (1445-1455), es matizada en las siguientes obras. El punto de inflexión se produce cuando, poco después de la muerte de Bernat Martorell (1452), pasa a convertirse en el pintor predilecto de las corporaciones gremiales y parroquiales de Barcelona y sus alrededores. Para ellas, Huguet ejecutó el crecido número de retablos monumentales, destinados principalmente a presentar los ciclos iconográficos de los correspondientes santos patrones, que constituyen, a buen seguro, la producción más característica de su trayectoria profesional.
Las referencias documentales o las mismas particularidades estilísticas permiten establecer la secuencia cronológica de estos conjuntos, entre los que destacamos los dedicados a san Antonio abad (encargado por la cofradía de los tratantes de ganado, hacia 1455-60); san Vicente (parroquia de Sarriá, hacia 1450-60); san Miguel (cofradía de los pequeños comerciantes, hacia 1455-60); san Abdón y san Senén (parroquia de San Miguel de Terrassa, 1459-60); san Esteban (cofradía de los freneros, 1462-?); al Angel Custodio y san Bernardino (cofradía de los esparteros y vidrieros, hacia 1462-75) y san Agustín (cofradía de los curtidores, 1463-hacia 1486). Una dilatada producción a la que también hay que añadir dos encargos de naturaleza distinta: el bancal para el retablo mayor de Santa María de Ripoll (1455) y el conjunto monumental encomendado por el condestable Pedro de Portugal (1464-65).
Podemos considerar que todas estas obras son un testimonio explícito de la regresión conceptual que sufre el arte de Huguet cuando, precisamente, parece que más éxito y reconocimiento social tiene. Sólo así podemos interpretar la continua aplicación de los fondos dorados y la acentuación de los elementos decorativos que en ellas se observa frente al objetivismo que definía a sus primeras pinturas. Las referencias paisajísticas son obviadas o, en el mejor de los casos, relegadas a un plano secundario ante el recurso a los fantásticos efectos que produce el material áureo y el protagonismo absoluto de la figura humana. Por otro lado, la necesaria participación de los miembros del taller para poder llevar a cabo un número tan importante de retablos, incide negativamente en los resultados finales de diversas escenas, ahora irregulares y desiguales, según el grado de intervención de estos ayudantes.
Las pautas en el proceso de ejecución colectiva vienen marcadas por la repetición de unas tipologías de personajes características del pintor catalán, y cuya recreación se convierte en el motivo central de las distintas composiciones. En ellas, sí se preserva la síntesis naturalista, propia de Huguet, que comporta la definición de unas figuras individualizadas con rostros elementales pero expresivos, dotadas de una materialidad incontestable, incluso en aquellos casos (por ejemplo, las imágenes de san Abdón y san Senén) en los que se detecta una mayor impronta de la elegancia del gótico internacional, y a las que se otorga, en ocasiones, una introspección psicológica pocas veces lograda con anterioridad. Naturalmente, se trata de un naturalismo humanista -destinado a gozar de una notable fortuna en muchos talleres catalanes hasta los primeros decenios del siglo XVI- que se percibe en toda su dimensión sólo en aquellas escenas donde se desarrollan, de manera detallista y cuidada, tanto los valores táctiles como los compositivos (Consagración de san Agustín, Epifanía del condestable, san Vicente en la hoguera, etcétera).
Si bien la intervención del pintor catalán es aún claramente perceptible en muchas de las obras citadas, a medida que avanza el tiempo esta circunstancia resulta cada vez más excepcional. El hecho de que ya en el contrato del retablo de san Agustín (1463), se indicara explícitamente su obligación de ejecutar, al menos, las cabezas y manos de los personajes efigiados, muestra hasta qué punto los clientes asumían que la mayor parte del trabajo sería realizado por los miembros del taller. De la actividad en éste dan fe los documentos, que nos hablan del ingreso de siete aprendices entre 1453 y 1469, y a los que cabría sumar un número indeterminado de los habituales ayudantes u oficiales. El mismo éxito de la pintura huguetiana entre las corporaciones barcelonesas y las parroquias de las poblaciones cercanas, que conllevó la posibilidad de obtener una notable cantidad de encargos de gran fuste, supuso, a corto plazo, el desdibujamiento de la figura del maestro, obligado ahora a recurrir constantemente a la participación del taller para hacer frente a una demanda que sobrepasaba sus posibilidades personales.
A partir de 1470, y hasta su muerte en 1492, esta situación se generaliza. Ello es perceptible en gran parte de las tablas de los conjuntos de san Agustín y del Angel Custodio y san Bernardino, así como en la totalidad de los retablos de la Transfiguración (hacia 1470-1480) y de san Sebastián y santa Tecla (hacia 14861496), entre otros. La contratación de diversas obras que serían ejecutadas por sus colaboradores más próximos, invitan a pensar que Huguet adoptó, durante este último período, una actitud más cercana a la del artista-empresario que no a la propia de un pintor en activo. Así, amparados en su prestigiosa figura, personajes como Rafael Vergós y Pere Alemany se vieron beneficiados con la posibilidad de realizar el retablo mayor del monasterio de los Jerónimos barceloneses (hacia 1484-1497) y, seguramente, las pinturas para las puertas del órgano de Santa María del Mar, obras desgraciadamente perdidas y en las que se reflejaría una de las líneas de pervivencia de los modelos huguetianos. Un tema, arduo y complejo, que no trataremos aquí.